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  • Visita a la cárcel

    Visita a la cárcel

    Hace unos meses retome relaciones con una prima de mi esposa, dentro de nuestras charlas ella me contó una anécdota vivida por las dos visitando la cárcel, resulta que una amiga de colegio de mi esposa tenía al hermano recluido en prisión, mi esposa había tenido relaciones sexuales con el tipo en cierta época, por cosas del destino uno de los guardias del área de psiquiatría donde el tipo se hallaba era íntimo amigo de la prima de mi esposa, el guardia contacto a Nicolle (prima de mi esposa), diciéndole que el preso quería verse con mi esposa y de una vez el aprovechaban y se veían ellos también.

    Nicolle le comento la invitación a mi esposa, esta acepto y cuadraron todo para cumplir con la cita, debían tener cuidado de seguir al pie de la letra las indicaciones para poder ingresar sin problema a la cárcel, como el preso estaba en una sección restringida, no tenía permiso de recibir visitas, entonces debían ingresar como visitantes de otros reclusos y ya dentro de la cárcel dirigirse a la sección.

    Hubo algo que Nicolle no le conto a mi esposa, el preso estaba vigilado 24/7, estaba en una celda donde el guardia de turno lo veía a través de un espejo, ya que se suponía que podía atentar contra su integridad en cualquier momento, cosa que después se desvirtuó y paso a ser un preso más.

    Así me conto Nicolle el encuentro:

    Llegamos el día domingo a la cárcel, hicimos la fila con todas las mujeres, al ingresar nos requisaron de una manera exhaustiva, por no decir degradante, mi amigo nos esperó y nos registró como dos visitantes de un patio cualquiera, eran aproximadamente las 10 am, con prisa nos llevó a la sección de psiquiatría, ya que a las 12 am se hacía revisión en ese sector, en el camino le dijo a tu esposa que tenía solo 1 hora para estar con su amigo, llegamos el abrió la celda, nos despedimos y mi prima entro.

    Mi amigo abrió la puerta de al lado y entramos, había una pequeña cama y una silla frente a una especie de ventana, entre más y vi a tu amada esposa besándose apasionadamente con el preso, mi amigo me rodeo con sus brazos por detrás y me apretó contra él, me beso desde atrás y metió sus manos bajo mi blusa, acaricio mis senos y luego mis nalgas y por ultimo mi vagina, me dijo: mira tu prima, voltee a ver y estaba ya sin la blusa y el preso está besando sus enormes tetas como loco.

    Mi amigo me bajo la licra y mis pantys y empezó a hacerme sexo oral, yo no dejaba de mirar como el preso manoseaba a tu mujer, se notaba que ella lo estaba disfrutando mucho, mi amigo me acabo de desnudar y me hizo sentar en la cama para que se lo mamara, mientras estaba en eso, él me pregunto si quería escuchar como gemía mi prima, yo me pare de la cama y vi que mi prima estaba en posición de perrito sobre la cama y el preso la penetraba muy fuerte, mi amigo prendió el micrófono y escuche el sonido de la pelvis del preso cuando chocaba contra las nalgas de tu mujer, ella gemía fuerte.

    Mi amigo se hizo detrás de mi y busco penetrarme, yo me acomode y él empezó a meter y sacar, ver a tu mujer en su éxtasis me excito mucho y empecé a seguir los movimientos de mi amigo, a los pocos minutos escuche que mi prima le decía al preso que no parara que ya se iba a venir, este la tomo de la cintura y la penetraba muy rápido, ella casi gritaba y note que se vino intensamente por como apretaba las cobijas con sus manos.

    Mi amigo me acostó en la cama y me puso en posición de misionero, ahí me vine yo, mi amigo me hizo que lo cabalgara y pude mirar como mi prima estaba chupando el pene del preso de una manera brutal, se lo tragaba todo y él le sujetaba la cabeza como queriendo que no se lo sacara, para mi asombro ella lo miraba y le sonreía, estaba gozando del encuentro.

    Mi amigo me dijo que se iba venir y yo acelere mis movimientos, escuche al preso decirle lo mismo a mi prima, voltee a mirar y vi como lo hacía en su cara y en su boca, sin darme cuenta me estaba moviendo rapidísimo lo que provocó que mi amigo se viniera, no pare hasta que tuve mi segundo orgasmo y caí rendida sobre él.

    Mi amigo se levantó al baño y yo me senté en la cama, pude ver a mi prima sentada en la tasa del baño y al preso acostado en la cama, tu mujer se levantó y se acostó al lado de él y empezaron a besarse, llego mi amigo y se tiró sobre mí a besarme las tetas y meterme los dedos en la vagina, de pronto escuche que el preso le dijo a mi prima que se pusiera en cuatro que le iba a chupar el culo, mi amigo y yo nos miramos y nos paramos a mirar, mi amigo seguía dándome dedo y yo acariciaba su verga que ya estaba colocándose dura, vimos como el preso metía su lengua en el culo de tu mujer y dos dedos en su vagina, mi prima gemía y se retorcía.

    El preso le dijo que quería metérsela por detrás, mi prima lo volteo a mirar y con mirada complaciente le dijo: “Tú sabes que contigo soy de los 3 servicios”, el preso empezó a meter su dedo pulgar en el ano de tu mujer y ella se acariciaba el clítoris, mi amigo ya me estaba penetrando a mi y me dijo: “Tu prima es una perra”, yo solo gemía de lo rico que me lo estaba metiendo, él se sentó en la silla que estaba frente al ventanal y yo me senté sobre su verga dándole la espalda.

    Mi prima empezó a gemir de nuevo y era por que el preso la estaba enculando, los gemidos de mi prima hicieron que me volviera a excitar y acelere mis movimientos sobre mi amigo, estaba yo muy concentrada porque ya me iba a venir y mi amigo me dice: mira como tienen a tu prima, me gire y vi que el preso la tenia de lado sobre la cama, con la verga en el culo y metiéndole los dedos en la vagina y ella se sobaba en clítoris muy rápido, ella se vino pero el preso la seguía penetrando rápido y profundo hasta que se vino, yo ya había terminado también y mi amigo me hizo arrodillar y se vino en mis téticas.

    Ya es hora de que salgan me dijo, abrió el micrófono y le dijo al preso: “Tiempo”, este le levanto el pulgar, me limpié y me vestí, vi a mi prima medio ducharse y medio arreglarse y darle un beso apasionado al preso, salimos rumbo a un patio, tuvimos que esperar aproximadamente treinta minutos antes de poder abandonar la cárcel.

    De regreso a casa comentamos la locura que había sido hacer esa visita, no le dije a mi prima que vi y escuche gran parte de su encuentro, jamás se lo comente a nadie, pero mi amigo me dijo que mi prima había vuelto tiempo después cuando el preso estaba en otra área donde podía recibir visita conyugal.

    Esa fue la historia de mi esposa y su prima espero les haya gustado.

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  • Pagando una deuda con mi esposa

    Pagando una deuda con mi esposa

    El aire en la pequeña sala era denso, cargado con el peso de la desesperación. Marcos se movía de un lado a otro, las manos metidas en los bolsillos, mientras el aliento gélido de la deuda lo sofocaba. Frente a él, Ricardo, un amigo de años, pero hoy un acreedor implacable, sorbía su café con una calma exasperante. La cifra de dinero adeudada era impagable para Marcos. Había agotado todas las opciones, cada puerta se había cerrado de golpe. Y entonces, en un momento de pánico y desesperación, una idea repulsiva y tentadora al mismo tiempo se formó en su mente.

    “Ricardo” dijo Marcos, su voz apenas un susurro, “no tengo el dinero. Pero… tengo algo más. Algo de gran valor.”

    Ricardo levantó una ceja, su mirada escudriñadora. “Dime, Marcos. Dime qué tienes.”

    Marcos tragó saliva, el sudor frío resbalándole por la frente. Su mirada se desvió hacia la puerta que daba al dormitorio, donde sabía que Sofía, su amada esposa, dormía ajena a la tormenta que se desataba en la sala. Sofía, con su rostro angelical, sus grandes y redondos pechos que desafiaban la gravedad, su culo redondo y unas caderas perfectas que lo habían cautivado desde el primer día. Era la mujer de su vida, la única que lo había poseído, y la idea de ofrecerla como pago le desgarraba el alma.

    “A Sofía”, dijo finalmente, la palabra escapándose de sus labios como un gemido. “Te la ofrezco a ella. Lo que quieras, el tiempo que quieras. Hasta que la deuda se salde.”

    Ricardo dejó la taza sobre la mesa con un clink seco. Sus ojos brillaron con una luz inesperada. Durante años había admirado la belleza de Sofía desde la distancia, con un respeto forzado por su amistad con Marcos. Pero ahora, la oportunidad se presentaba, cruda y tentadora. Una sonrisa lenta y depredadora se extendió por su rostro.

    “Acepto, Marcos”, dijo Ricardo, su voz grave y llena de un deseo apenas contenido. “Pero quiero que tú seas testigo.”

    El corazón de Marcos se hundió. La humillación era inmensa, pero la supervivencia de su familia dependía de ello. Asintió con la cabeza, una náusea oprimiéndole el estómago.

    Minutos después, Marcos despertó a Sofía con suavidad. Ella, somnolienta, lo miró con esos ojos tiernos que él tanto amaba. Él le explicó la situación, las palabras saliendo a trompicones, el rostro contraído por la vergüenza. La reacción de Sofía fue inmediata: sus ojos se abrieron de par en par, el horror se apoderó de sus facciones.

    “¡No, Marcos! ¡No puedes hacerme esto!”, exclamó, las lágrimas asomando. “Solo tú… solo tú me has tocado. Tengo miedo, Marcos. Miedo de que me haga daño.”

    Marcos la abrazó, sintiendo su cuerpo tenso y tembloroso. “Lo siento, mi amor. Es la única forma. Prometo que estaré aquí, a tu lado.”

    Con el corazón apesadumbrado y los ojos llenos de lágrimas, Sofía se levantó y, envuelta en una fina bata de seda, se dirigió a la sala. Ricardo la observó con una avidez descarada, sus ojos recorriendo cada curva de su cuerpo. La tensión en la habitación era palpable.

    Ricardo no perdió el tiempo. Se levantó y se acercó a Sofía, que retrocedía ligeramente, su cuerpo rígido. “No tengas miedo, Sofía”, dijo él, su voz sorprendentemente suave. “Solo quiero disfrutar de tu belleza.”

    Sus manos se extendieron lentamente, rozando el brazo de Sofía. Ella se estremeció, pero no se movió. La bata de seda cayó al suelo, revelando el cuerpo desnudo de Sofía. Sus grandes y redondos pechos se alzaron, sus pezones duros por la vergüenza y el miedo. Sus caderas perfectas y su culo redondo se presentaban sin pudor ante la mirada hambrienta de Ricardo.

    Ricardo se arrodilló frente a ella, sus ojos fijos en la entrepierna de Sofía. Su aliento caliente rozó su piel cuando sus labios se acercaron. Sofía contuvo la respiración, un temblor recorriendo su cuerpo. El primer toque de la lengua de Ricardo en su clítoris fue una descarga eléctrica. Sofía gimió, un sonido apenas audible, una mezcla de repulsión y una pizca de curiosidad. Ricardo, sintiendo su vacilación, intensificó sus caricias, lamiendo y succionando con una habilidad que Sofía nunca había experimentado. Los dedos de Ricardo se deslizaron entre sus nalgas, explorando la entrada de su culo redondo.

    Marcos observaba la escena, su propia respiración acelerada. La visión de Ricardo profanando el cuerpo de su esposa, de la mujer que solo él había poseído, le provocó una mezcla contradictoria de dolor y una extraña excitación. Su pene se endurecía, y se encontró llevándose una mano a sus pantalones, masturbándose con movimientos frenéticos.

    Sofía, mientras tanto, sentía cómo el miedo inicial se desvanecía, reemplazado por una ola de sensaciones que la abrumaban. Los lametones de Ricardo se volvían más expertos, su lengua jugaba con su clítoris, sus dedos masajeaban su interior. Un placer desconocido se apoderó de ella, haciéndola arquear la espalda y gemir con más fuerza. Sus caderas comenzaron a moverse por sí solas, buscando más, pidiendo más. Las barreras se derrumbaban, su ingenuidad se disipaba bajo el embate de la lujuria.

    Ricardo se levantó, su miembro erecto y palpitante. Con una audacia que dejaba claro su control, besó a Sofía en la boca, su lengua buscando la de ella. Sofía, ahora rendida al placer, respondió al beso con una intensidad que sorprendió a Marcos.

    Luego, Ricardo la guio hacia el sofá. Sofía se dejó caer, sus piernas abiertas, su cuerpo ofreciéndose. Ricardo la penetró con una lentitud deliberada, sus ojos fijos en los de Sofía, buscando su reacción. Ella jadeó, sus uñas se clavaron en los cojines del sofá. Pero no había dolor, solo una expansión placentera que se extendía por todo su ser. Las embestidas se hicieron más rápidas, más profundas, y Sofía gritó, un grito que ya no era de miedo, sino de puro éxtasis.

    Marcos, incapaz de contenerse más, se acercó al sofá, su pene goteando de deseo. La vista de su esposa gimiendo bajo otro hombre, de su cuerpo entregado a la lujuria, era un afrodisíaco potente. Ricardo lo vio acercarse, una sonrisa cómplice en su rostro. No era solo un pago; se había convertido en un juego de deseo compartido.

    Marcos se arrodilló frente a Sofía, su mano buscando su entrepierna. Ricardo le hizo un gesto de aprobación. Sofía, con los ojos cerrados, sentía la caricia familiar de Marcos mientras el miembro de Ricardo la penetraba sin cesar.

    “¿Quieres más, mi amor?”, susurró Marcos, su voz ronca.

    Sofía abrió los ojos, su mirada brillante, llena de una pasión que Marcos nunca le había visto. Asintió con la cabeza, sus labios húmedos por los besos y el deseo.

    Marcos se puso de pie y se preparó. Ricardo se retiró un momento, permitiendo que Marcos tomara su lugar. Sofía se arqueó para recibirlo, y Marcos la penetró con fuerza, sus embestidas llenas de una pasión renovada, mezclada con la angustia de saber que el inicio de todo había sido un doloroso pago.

    Pero la tarde de sexo desenfrenado apenas comenzaba. Los cuerpos se entrelazaron en un torbellino de carne y placer. Hubo tríos, con los tres cuerpos formando un nudo indescifrable en el sofá. Sofía experimentó la doble penetración, su vagina y su culo redondo recibiendo la embestida de ambos hombres al mismo tiempo. Sus gritos de placer llenaron la sala, su cuerpo se retorcía, alcanzando orgasmo tras orgasmo, su ingenuidad de antes convertida en una entrega total y desenfrenada.

    Ricardo, en un momento de éxtasis, eyaculó dentro de Sofía con un grito gutural. Sofía se estremeció, sintiendo el calor del semen de otro hombre por primera vez en su vida. Un momento después, Marcos también llegó al clímax, su propio semen mezclándose con el de Ricardo dentro de ella.

    Pero la lujuria no se detuvo ahí. Laura, la hermana de Sofía, que había estado observando desde la puerta del dormitorio, entró en la sala, sus ojos ardientes de deseo. La visión de su hermana entregada al placer con dos hombres había encendido su propia pasión. Sin decir una palabra, se unió a la vorágine.

    La tarde se convirtió en una sinfonía de gemidos, gritos y el chasquido de cuerpos húmedos. Sofía, con una nueva libertad en su ser, se encontró lamiendo el semen de Ricardo de su piel, el sabor salado y masculino encendiendo aún más su deseo. Luego, se inclinó sobre Marcos, que había eyaculado fuera de ella, y con una avidez insaciable, bebió su semen, sus ojos fijos en los de él, una promesa tácita de placeres aún mayores.

    Al final, los tres cuerpos yacían exhaustos en el sofá, cubiertos de sudor y semen. El silencio que siguió al frenesí era espeso, cargado de la satisfacción de deseos cumplidos. Sofía, con una sonrisa de felicidad en su rostro, se acurrucó entre Marcos y Ricardo. La deuda aún existía, pero el costo había abierto una puerta a un mundo de placeres que jamás había imaginado. Marcos la abrazó, sintiendo la calidez de su cuerpo, sabiendo que, de alguna manera extraña y retorcida, había logrado salvarlos, y al mismo tiempo, había desatado una pasión en Sofía que los uniría de una manera completamente nueva.

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  • Ana, la sirvienta sucia sin pudor (2)

    Ana, la sirvienta sucia sin pudor (2)

    Mi esposa seguía sin soportarla. Me decía que era “sucia”, “descuidada”, “apestosa”. Y mientras más la criticaba, más me ardía el deseo en la boca del estómago.

    Me obsesioné con sus axilas. No me lo explico, pero ese monte de pelo negro, húmedo, vivo… me quemaba la mente. A veces me tocaba en el baño mientras recordaba su olor, ese que se colaba en la cocina, en el pasillo, en mi almohada cuando pasaba cerca.

    Un día, me quedé solo con ella. Estaba lavando ropa en el lavadero de atrás, agachada. Llevaba una camiseta vieja, sin mangas. Desde la cocina podía verla… los brazos al aire, el vello de sus axilas brillando bajo el sol.

    Me acerqué sin hacer ruido.

    Ella tallaba a mano una prenda, con fuerza. Agua jabonosa, espuma, y de pronto noté qué era.

    Un calzón.

    Un calzón de algodón blanco, algo viejo, ajustado, con una mancha evidente en el centro. Una mancha gruesa, blanca, seca… y algo obscuro manchado de caca y con brumos de ella en el calzón sucio y su olor me llegó antes que el viento.

    Ana no lo escondió. Al contrario, alzó la prenda y la exprimió lentamente. Me miró de reojo y sonrió apenas.

    —Está bien sucio —dijo con voz baja, como quien confiesa algo sucio, pero sabroso.

    No supe qué responder. Tenía la garganta seca. El calzón goteaba frente a mí, y ella lo volvió a tallar con más fuerza, como si supiera lo que estaba provocando.

    Entonces, con los dedos aún enjabonados, se levantó el brazo y se rascó la axila con una lentitud descarada. Cerré los ojos. El vello húmedo, mojado, se le pegaba a la piel como una trampa de deseo. La camiseta se le había levantado un poco, y se le veía parte del vientre moreno, brillante de sudor también su cadera donde había un poco de pelos negros en la parte de su cadera.

    —No me gusta mucho bañarme diario —me dijo, como quien lanza un anzuelo al agua.

    Sentí una descarga en la entrepierna. Era demasiado.

    —¿Por qué? —me atreví a preguntar.

    Me miró. Por fin, me miró como yo quería que me mirara desde el primer día. Con hambre. Con descaro.

    —Porque me gusta olerme… y que me huelan.

    Silencio.

    El tiempo se detuvo en ese patio.

    No pasó más ese día. No hubo contacto. No me tocó. No la toqué. Pero esa escena me siguió al baño, a la cama, al trabajo, a los sueños.

    Y ya no había vuelta atrás.

    Ana no solo era una provocación.

    Era una advertencia. Y yo ya estaba metido hasta el cuello.

    Ese día, Ana se quedó más tiempo del habitual. Desde temprano estuvo corriendo por toda la casa: barrió, trapeó, lavó trastes, sacudió los muebles, talló baños, cargó cubetas… trabajó como si quisiera sudar hasta la última gota de su cuerpo. Y lo logró.

    La camiseta gris que traía pegada al cuerpo se le oscureció por completo debajo de los senos, en la espalda, y sobre todo bajo los brazos. El vello de sus axilas se le notaba más mojado que nunca. Cuando se estiraba o se agachaba, dejaba una estela de olor a cuerpo vivo, a esfuerzo, a mujer sudada y sin pudores.

    Antes de irse, se cambió en el baño de atrás. Salió con otra blusa y un pantalón limpio, se despidió como si nada… pero olvidó algo.

    Yo no me di cuenta. Fue mi esposa quien encontró la ropa.

    —¡Qué asco! ¡Ve esto! ¡Saca esa porquería de la casa! —me gritó desde la cocina.

    Me acerqué. Encima de una silla estaba la camiseta sudada de Ana… y su calzón lleno de residuos de caca fluidos blancos y sudor con un olor muy penetrante

    Mi esposa se cubrió la boca, como si fuera veneno lo que veía.

    —¡Seguro se cambió aquí y dejó esto apestando! ¡No pienso tocarlo! ¡Tíralo tú, ya!

    Agarré la ropa sin decir una palabra y la metí en una bolsa. Pero no la tiré. No podía.

    Esperé.

    Esperé toda la noche. Esperé a que mi esposa se durmiera, a que la casa quedara en silencio. Y cuando el reloj marcaba casi las dos de la mañana, bajé las escaleras y me encerré en el cuarto de lavado.

    Saqué la bolsa.

    El calzón era blanco, de algodón grueso, todavía húmedo. Tenía marcas en la entrepierna, el elástico desgastado, y una mancha evidente al frente como un moco viscoso. El olor me golpeó apenas lo acerqué a la cara. No era solo sudor… era su esencia

    Fluidos. Calor. Rastro de una mujer que se movió todo el día sin bañarse.

    Y ahí estaba yo, con el corazón latiéndome en la garganta, temblando como un adicto. Lo acerqué más… y lo olí me metí la parte de su calzón lleno de caca a mi boca lo saboreé era caca con sudor olía extremadamente sucio un olor muy penetrante que mareaba de lo sucio que estaba pero que el sabor hacía que mis huevos se llenaran de leche a punto de explotar

    El olor me invadió.

    Me llevó a ella: sus piernas abiertas, su axila empapada, sus tetas colgando sin sostén, y ese vello oscuro escondido entre los muslos que seguro estaba igual de húmedo y salvaje.

    Me bajé el pantalón. Tenía la verga dura desde que abrí la bolsa. Comencé a acariciarme mientras apretaba el calzón con la otra mano y mi boca

    Entonces vi la camiseta.

    La levanté. Era de tirantes. Pegada, todavía caliente del sudor seco. Y ahí, justo en la costura bajo el brazo izquierdo, había un rastro.

    Un pelo. Largo, negro, grueso.

    La llevé a la cara y mi boca y aspiré.

    Un aroma denso, salado, fuerte, salía de ahí. Me lo pasé por los labios. Sabía a sal, a cuerpo real. La lamí, la chupé, como si fuera su axila misma, como si la tuviera encima, jadeando.

    Cerré los ojos.

    Y me vine.

    Me vine como no me venía desde hacía años. Solo. Sudado. Respirando el olor de esa mujer prohibida que había dejado su marca en cada prenda. Mis gemidos fueron ahogados, mi cuerpo temblaba. Pero no de culpa.

    De deseo.

    Cuando terminé, no tiré nada. Doblé la ropa y la guardé en una caja que escondí en el clóset del estudio. Esa ropa ya no era solo ropa. Era una promesa.

    Y yo… no pensaba dejarla ir.

    Desde aquella noche, la ropa de Ana se convirtió en un fetiche maldito que me quemaba la mente. Volvía a ella cada madrugada. Olía. Tocaba. Me tocaba. La camiseta, con su axila marcada. El calzón, con el aroma de su entrepierna y con el poco rastro de su caca porque ya lo había absorbido casi todo Me tenían como animal en celo.

    Pero algo cambió en ella también.

    No era sutil ya. Ana me buscaba con la mirada. Me hablaba más despacio. Se quedaba más cerca cuando me servía el café, cuando fregaba el piso cerca de donde yo estaba, cuando se inclinaba para trapear justo frente a mí.

    Y dejaba el escote abierto, los brazos al aire, sin pudor, como si me ofreciera ese vello negro, espeso, húmedo, como un altar al pecado.

    Una tarde, mientras mi esposa salía con los niños, Ana se acercó más de lo normal.

    —¿Y qué hiciste con mi ropa?

    La pregunta me heló. No era un juego. Lo dijo firme, mirándome a los ojos. Tenía la camiseta sin mangas, y desde ahí pude ver la axila levantada, oscura, húmeda.

    —¿De qué hablas? —dije, fingiendo mal.

    —La camiseta y el calzón que dejé en el baño. Nunca los tiraste.

    No supe qué decir. Ella sonrió.

    —Los oliste, ¿verdad?

    Mi corazón explotó. El silencio fue mi confesión.

    —Los hombres son tan fáciles —siguió—. Nomás una se moja tantito, suda rico, y ya están babeando como perros.

    Se acercó más. Su olor era fuerte. Axilas sudadas, mezcla de desodorante vencido, cuerpo sin jabón y algo más… una nota dulce, entre piernas. Me hizo tragar saliva.

    —¿Te la jalaste con mi calzón?

    No contesté.

    Ana entonces se acercó a mi oído, y me dijo con un tono grave, ronco, que me estremeció:

    —Si me vas a usar… hazlo bien.

    Y me lamió la oreja.

    No hubo palabras. Solo cuerpos.

    Me tomó del cinturón y me llevó al cuarto de lavado. Cerró la puerta. Me empujó contra la pared.

    —No hables —ordenó—. Solo huele.

    Levantó los brazos y se me pegó.

    Sus axilas estaban empapadas. Peludas. Vivas. Me hundió ahí la cara. Me dejé llevar. Olía a todo lo que me rompía la cabeza desde semanas atrás. La lamí. La chupé. Sabía a sal, a ella.

    Ella gemía bajo, como si se excitara con verme humillado entre sus pelos mojados.

    —Así… cabron … chúpame ahí —jadeó, mientras me restregaba la axila contra la boca, contra la nariz.

    Mis manos bajaron por su cintura. El pantalón flojo se le resbaló fácil. No traía calzones.

    —¿Te gustaron los que dejé? —susurró, dándome nalgadas con su cadera—. Estaban bien sucios llenos de brumos con caca y sabor a panocha sucia de varios días que los usaste. Me vine en ellos.

    Le metí la mano entre las piernas. Estaba caliente, empapada, abierta. Su vello púbico era igual que el de sus axilas: negro, rebelde, salvaje. Le froté el clítoris mientras ella me mordía el cuello. Yo me venía sin venirme, temblando por completo.

    Se agachó, me bajó el pantalón y se metió mi verga en la boca como si la conociera desde siempre. La chupaba con ganas, escupía, apretaba, lamía el tronco con los ojos cerrados, gimiendo como si eso la mojara más.

    —Córrete en mi boca… o en la camiseta… tú decides —dijo con la lengua en mi glande, su voz ronca por el deseo.

    La levanté. No podía más.

    La subí sobre la lavadora, le abrí las piernas. Se abrió como si me hubiera esperado así toda la vida.

    La metí de un solo empujón.

    Estaba caliente. Mojada. Apretada.

    —¡Así, cabrón… así…! —gritó—. Lame mi axila otra vez… ¡hazlo! Chúpame el cuello chúpame mis tetas negras

    Me incliné y lo hice. Mi boca pegada a su vello, mientras la cogía con rabia, como si todo el deseo acumulado se desbordara en ese momento. Ella gemía, se sacudía, me apretaba las nalgas, se tocaba el clítoris mientras yo la penetraba sin pausa.

    Los sonidos de su cuerpo mojado chocando contra mi pelvis, sus jadeos, su olor metido en mi alma, todo me llevó al borde.

    —¡Córrete adentro! —ordenó—. ¡Llena a sirvienta!

    Y lo hice.

    Me vine tan fuerte que perdí la noción del tiempo. Sentí que el mundo giraba lento. Ana me abrazó del cuello, me besó con los labios sudados, me mordió el lóbulo.

    —Esto no ha terminado.

    Y lo sabía. Esa fue solo la primera vez.

    La puerta al infierno ya estaba abierta.

    Mi esposa empezó a sospechar.

    No hacía falta que dijera mucho. Bastaba con cómo miraba a Ana, con el silencio con el que pasaba a su lado cuando antes ni la volteaba a ver.

    —¿Ya viste cómo la ves? —me soltó una tarde—. Te le quedas viendo como si fuera carne.

    Me hice el tonto. Pero lo cierto es que era carne. Caliente. Viva. Deseada.

    Y Ana lo sabía.

    Un día, cuando estábamos solos, la vi agachada en el patio, lavando una cubeta. Sudaba como nunca. La camiseta un poco arriba de la cadera donde se le veían sus pelos negros en su cadera la blusa era de tirantes le colgaba del pecho, completamente pegada por la humedad. El escote se le abría con cada movimiento. El vello de sus axilas estaba empapado. Su pantalón gris, delgado, marcaba cada curva de sus caderas anchas y su trasero temblaba con cada restregón que le daba al piso.

    Me acerqué.

    —¿Estás bien?

    Ella se enderezó, limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo.

    —Estoy acostumbrada… pero sí, hace calor —dijo, jadeando un poco.

    La miré.

    —¿Y tu marido? ¿Te deja descansar algo?

    Se rio, pero con amargura.

    —Mi marido ya ni me toca —dijo sin rodeos—. Dice que tengo el cuerpo feo, que ya no me rasure, que huelo mal. Dice que mis estrías le dan asco… y que parezco animal.

    La miré más de cerca. El vello bajo sus brazos era negro, largo, rizado. Hermoso. En las clavículas le bajaban gotas gruesas de sudor. Su pecho subía y bajaba rápido. Estaba empapada. Mojada por fuera… y por dentro, lo sabía.

    —Por eso ya ni me baño seguido. Me vale. Ya ni intento gustarle. Si a ti sí te gusta mi olor, mejor.

    No aguanté más.

    La tomé de la mano, y sin hablar, la llevé al cuarto de servicio. Ella entró sin miedo, sin titubear. Cerré la puerta. Me acerqué. La olí.

    —Estás escurriendo —le susurré al oído.

    Ella se mordió el labio.

    —Estoy tuya —contestó.

    Le levanté la camiseta. No traía sostén. Sus tetas cayeron con peso, grandes, morenas, con aureolas negras y pezones brillantes y con un poco de pelos negros alrededor. Chorreaban sudor por debajo, por el canal entre ellas. Le lamí ahí, despacio, con hambre.

    Ella cerró los ojos y se inclinó hacia atrás. Me aferré a su axila, le levanté el brazo y hundí la cara en su pelo mojado. Lamí, aspiré, la besé. Era fuerte. Salado. Humano. Su sabor se quedó en mi lengua.

    Le bajé el pantalón. No usaba calzones.

    Y ahí estaba. Su monte de vello púbico era una selva oscura, mojada de sudor y jugos. La escurría el sudor desde la espalda baja hasta el pliegue entre sus nalgas. Todo su cuerpo brillaba.

    La miré de frente. Desnuda. Sudada. Con la frente mojada, el cuello empapado, los pezones duros. Su vientre tenía estrías, sí. Su piel tenía marcas. Pero era real. Y la mujer más deseable que había tocado en mi vida.

    —Te quiero así —le dije al oído.

    Ella se me trepó encima. Me desnudó con rabia. Me besó con sudor y lengua, me montó sobre el sillón pequeño del cuarto. Me clavó las uñas, me restregó las tetas en la cara, me apretó con sus muslos sudados.

    —Duro… sin miedo. Soy tuya —jadeaba—. Métela… adentro, toda.

    Le dije que sí pero antes quería chupársela y que me la chupara a mi también se puso en posición abrió sus piernas y su ingle negra estaban escurriendo de sudor su mata de pelos las iba a tener entre mi cara su olor era muy penetrante olía un poco a camarón pero eso me ponía a mil su vagina bien mojada y chorreaba un líquido blanco y espeso ella agarró mi verga y me la empezó a chupar con mucha furia le escupía y la babeaba está súper mojada.

    Yo seguía en lo mío su culo era enorme tenía unas nalgas preciosas con estrías mis manos no aguantaron más y le abrí las nalgas para ver su culo era lo más hermoso que había visto en mi vida era negro con grumos de caca y con mucho pelo también muy sudado no aguanté más y metí toda mi cara en ella olía exquisito mi lengua no pudo más y se metió profundamente entre su ano lleno de caca lo chupaba y lo succionaba mi lengua mis dientes mi María llenos de caca le dejé el año limpio de todo lo que tenía sucio sudado y manchado nos volteamos nos vimos de frente y nos besamos ella no le importaba el sabor de mi boca que había pasado por esa panocha y ese ano sucio de ella

    La cogí como si el mundo se acabara. Nos resbalábamos por el sudor, por el calor. Cada embestida era un choque de carne mojada. Su axila rozaba mi cara. Su olor era una droga.

    Nos vinimos juntos.

    Yo dentro de ella. Ella sobre mí, temblando. Gimiendo como nunca la había escuchado.

    Después, no dijo nada. Solo se levantó, se vistió sin prisa, y se fue a terminar de limpiar como si nada hubiera pasado.

    Pero yo sabía que algo había cambiado.

    Ella se entregó como nunca antes. Sudada, sin pudor, sin miedo. Y yo… ya no pensaba dejarla ir.

    Los días siguientes fueron distintos. Después de haberla poseído así, sudada, desnuda, empapada por dentro y por fuera, Ana ya no me veía como antes. Me miraba con fuego en los ojos. Con pertenencia.

    Seguíamos encontrando excusas para estar solos. Me la cogí de pie en la cocina una tarde mientras los niños dormían. Otras veces, en el cuarto de servicio, contra la pared, mientras me restregaba sus tetas mojadas por la cara. Y cada vez lo hacía con más descaro. A veces, hasta me dejaba la blusa mojada en la oficina, como recordatorio.

    Yo estaba perdido en ella. Y mi esposa… no era tonta.

    Una tarde, después de comer, me encaró.

    —¿Tú crees que no me doy cuenta? —dijo con la voz fría—. ¿Tú crees que no veo cómo la miras? Cómo te le pegas. Cómo te sale la baba cada vez que ella pasa.

    Guardé silencio. Mi hijo y mi hija estaban viendo la tele en la sala. No era momento.

    Pero ella no se detuvo.

    —Hasta huelo el sudor de esa vieja en tu ropa. ¡Y no me hagas hablar de lo que encontré en el clóset del estudio!

    Mi mundo se detuvo.

    Ella había encontrado la caja. La caja con la camiseta sudada, el calzón con olor a Ana. Todo lo que había guardado como si fueran talismanes de deseo, ahora eran pruebas de mi traición.

    —¿Qué tienes en la cabeza? ¿Eh? ¿Te calientas con esa mujer sucia? ¿Con sus pelos en las axilas? ¿Con su olor a animal? ¿Eso te prende?

    La miré a los ojos.

    Y por primera vez… no mentí.

    —Sí.

    Mi esposa se quedó helada.

    —¿Qué dijiste?

    —Sí. Me prende. Me prende su olor. Me prenden sus pelos. Me prende su cuerpo, su sudor, todo lo que tú dejaste de mostrarme hace años.

    Se quedó en silencio unos segundos. Dolida. Furiosa.

    Entonces bajó Ana de la planta alta. Venía con una cubeta, sin saber lo que se había desatado abajo. Vestía una blusa vieja, sin mangas, donde se le marcaban las axilas mojadas. Los pantalones manchados de cloro.

    —¿Todo bien? —preguntó.

    Mi esposa se volteó.

    —Contéstame tú, Ana —dijo seca, mirándola como una fiera—. ¿Todo bien? ¿O ya te acostumbraste a cogerte al patrón?

    Ana no se inmutó.

    Soltó la cubeta. Se paró firme. Me miró. Me miró a mí, no a ella. Y habló con una seguridad que no le había visto antes.

    —Él me trata como lo que soy. Me desea como nadie me ha deseado. Y sí, señora. Me lo cojo. Y me encanta.

    Mi esposa palideció.

    —Eres una puta sucia.

    —No más que usted… que teniendo a un hombre así lo dejó morir de hambre.

    Silencio. Tenso. Insoportable.

    Yo no podía moverme. No podía hablar.

    Mi esposa se fue. Subió las escaleras. Cerró la puerta. No dijo una palabra más.

    Ana se acercó. Me abrazó. Su piel estaba sudada. Temblaba. Pero no de miedo.

    —Ya no voy a esconderme —me dijo al oído—. Si quieres echarme, hazlo. Pero yo ya no me voy a negar.

    Le tomé la cara. La besé como nunca. Profundo. Lento. Con culpa. Con deseo. Con todo.

    Y ahí supe que ya no había regreso.

    La casa cambió después de ese día.

    Mi esposa ya no me hablaba. Dormía en el cuarto de los niños o se iba con su hermana. No me pidió el divorcio… pero tampoco preguntó nada más.

    El silencio entre nosotros se volvió espeso. Como una sábana mojada que nadie se atrevía a quitar.

    Y Ana, sin decirlo, tomó su lugar.

    Ya no pedía permiso. Se bañaba cuando quería. Cocinaba lo que le gustaba. Ponía música mientras limpiaba, y se paseaba en short, sin brasier, con los pelos de las axilas al aire como trofeos. No le importaba si yo la miraba. Lo hacía para que yo la mirara.

    Una noche, me encontró sentado en la cocina, solo, con una cerveza.

    —¿Puedo sentarme? —preguntó.

    Asentí.

    Traía una camiseta blanca, delgadita, que no ocultaba nada. Los pezones se marcaban duros, las aureolas oscuras dibujadas como si pidieran lengua. Abajo, una tanga negra que se perdía entre su trasero enorme. Las piernas cruzadas, sudadas, brillaban.

    —¿Cómo estás? —me preguntó.

    —Vacío —respondí, sin mentiras.

    —¿Te arrepientes?

    —No.

    Ella sonrió.

    —Bien.

    Se levantó. Caminó hacia mí. Se subió a la mesa, abriéndose de piernas frente a mí, sin aviso. La camiseta le caía entre las tetas, abierta. Sin decir una palabra, se bajó la tanga y la lanzó al suelo.

    Su vello púbico era más espeso que nunca alzo los dos brazos y me dijo:

    —Huele —ordenó.

    Me incliné.

    Olía fuerte. Como si hubiera sudado todo el día. A cuerpo sin jabón, a deseo contenido, a sexo sin lavar. Me hizo rozar con la nariz. Me acarició la cabeza, suave.

    —Lame.

    Y lo hice.

    Hundí la lengua entre sus pelos. Sabía a todo lo que me faltaba. Jugos secos, sudor, piel caliente. Me restregaba la cara contra ella. Me aferré a sus nalgas sudadas metí su lengua entre su ano sin lavar de tantos días y con rastros de que no sabía limpiarse el ano lleno de caca lo lamí sin piedad toda esa caca y grumos. Le lamí las estrías. Me empapé en su humedad.

    Ella gemía, pero no como antes. Ahora gemía con control. Con poder me dijo métemelo se puso en cuatro se abrió las nalgas. Se volteó me chupó la verga me escupió y me dijo dale duro sin piedad se lo metí se arqueó y se estremeció de dolor pero no me dijo nada la nalguee dejándole las manos marcadas la le dolía era placer y dolor su olor dejándole su ano de su vagina salía directo hasta mi nariz no podía controlarme.

    Le llene el ano como nunca me había venido en mi vida le llene de semen hasta los intestinos de todo lo que me vine me aventé hacia su espalda la tumbé y me recosté sobre ella, si espalda estaba sudada y caliente me salí de su ano mi pene era una mezcla de semen y de caca lo observo pero no le dio pena lo chupo se tragó mi pene lleno de su caca era la mejor escena de mi vida.

    Me dijo eres mío —me susurró—. Nadie te va a chupar como yo. Nadie te va a dejar tan vacío.

    La bajé de la mesa. La empujé contra la pared. La cogí ahí mismo. Sin soltarle los pechos. Sin dejar de olerla. El sudor le corría entre los senos. Le lamí las axilas mientras la penetraba. Le pasé la lengua por el cuello, por detrás de la oreja. Todo sabía a ella.

    Nos vinimos otra vez juntos. Como bestias. Desnudos, sudados, con la casa en silencio.

    Cuando terminó, me susurró:

    —Ahora esta casa es mía.

    Y lo fue.

    Ana empezó a quedarse más días. Dormía en mi cama. Usaba mi ropa. Se paseaba desnuda después de bañarse, secándose el vello con mi toalla. Cocinaba encuerada si nadie estaba. Se sentaba a ver tele con los muslos abiertos, sin calzones, solo para que yo viera lo que era mío.

    Mi esposa se fue una semana después.

    Se llevó a los niños.

    No dijo adiós.

    Solo dejó una nota:

    “No puedo competir con una perra si tú prefieres la jauría.”

    Esa noche, Ana llegó a mi cuarto. No dijo nada.

    Se subió a la cama, se abrió de piernas y me esperó.

    —Ahora tú me sirves a mí —dijo, bajándose la blusa y mostrándome las tetas mojadas de sudor.

    Y lo hice. Serví. Languidecí. Me rendí.

    Porque ella ya no era la sirvienta.

    Ahora era la que mandaba.

    Llegué del trabajo un jueves por la tarde. Cansado, acalorado, con la cabeza aún llena de los jadeos de Ana esa mañana, cuando me había mandado un audio susurrándome:

    “Hoy me quedé sin calzones…”

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  • Haciendo un intercambio de parejas

    Haciendo un intercambio de parejas

    Pasaron muchos días hasta que mi esposo me dijo que le encantaría hacer un intercambio de parejas, por lo cual había acordado un una pareja de esposos, habían quedado para un sábado como siempre en un hotel al cual habían decidido ambos.

    Llegó el día y salimos al gran encuentro, ya estaban en el lugar, alquilamos nuestro cuarto y luego fuimos a su encuentro, conversamos sobre nuestro primer intercambio de parejas de ambos mientras tomábamos unos vinos que tenían los amigos, y nos contaron que no podían tener hijos pues el esposo era estéril a pesar de intentarlo por todos los medios, por lo cual eso les traía un poco de tristeza, pero que la vida continuaba, mi esposo besó a la señora y yo al amigo.

    Luego nos desnudamos, pero la esposa del amigo no quería desnudarse pues tenía vergüenza, mi esposo me tomó del brazo y dijo que no pasará nada si su esposa no accedía al sexo, el hombre le rogó de mil maneras hasta que la convenció, la mujer mamaba la pinga de mi esposo y yo la de su esposo, hasta que cachamos ambos como locos, miraba con un poco de celos como mi esposo la cachaba como un apasionado a lo que yo no me quedé atrás e intenté hacer lo mismo, ambos gozaban en con el sexo anal y vaginal.

    Mientras la esposa veía como me cachaban, fue una locura sexual que nuestros culos estaban llenos de leche, pues habíamos acordado que debían eyacular en nuestros culos aunque yo siempre me cuidaba con pastillas anticonceptivas, no podía creer que el hombre no niego que al hombre ya no se le paraba a pesar que intenté por todos los medios, mientras mi esposo seguía cachando y la mujer excitada.

    Fui a ellos y veía leche en culo y vagina chorrear como loco mientras le sacaba la pinga y lo mamaba para volver a meterlo la mujer estaba súper mojada, pues no puedo negar que mi esposo siempre eyaculaba muchas veces y duraba un montón, y así fue hasta terminaron el sexo, la amiga estaba súper complacida sexualmente, se acercó y me besó diciendo que lo pasó genial, pues tenía un esposo fuerte en el sexo, miré a mi esposo con celo, esos enfermizos, pero me aguanté ante tales palabras.

    Mi esposo estaba arrecho y me cachó culo y concha hasta hacerme venir pues el amigo no lo había hecho que me excitó de una gran manera, al finalizar todo el hombre sugirió que podíamos prestarnos a las parejas a lo que mi esposo le contestó que eso no pasaría, pues no permitiría eso, entonces acordamos reunirnos siempre juntos a lo que quedamos así.

    Cuando fuimos a nuestros cuartos, expulse la leche de mi culo y me bañé, en mi mente estaba los celos y le reclamé a mi esposo molesta diciendo que a esa zorra le gustaba insultándolo enfurecida, quizás porque estaba un poco ebria, hice mi show y eso le molestó a mi esposo y dijo que eso no volvería a pasar.

    Lloré mucho pidiéndole que me perdone aduciendo que estaba ebria, pero mi esposo me dijo que me perdonaba, pero que ya no volvería a pasar.

    Pasé muchos días triste tratando de convencerlo por favor y pidiéndole a mi esposo que lo volvamos a intentar, me dijo que vería si pasa de nuevo.

    Pasaron 3 meses hasta ese entonces, cuando mi esposo me comentó que le había escrito el amigo diciendo, que su esposa había quedado embarazada y que pensaban tenerlo como su hijo, a lo que le reclamé a mi esposo pues habíamos acordado cuidarnos, le hice un show ese día a lo que mi esposo me dijo que si me calmaba habría más reuniones y si no se acababa todo, me calme y le dije que ya era mucho tiempo y no habría reunión alguna, me dijo que pasaría para el fin de semana, a los amigos nunca más los volvimos ver ni saber de ellos, perdimos todo contacto con ellos a pesar que le insistí a mi esposo tratar de ubicarlo, no sé si lo ubico o no pues no se tocó más el tema.

    Después de años me mostró la foto de la pareja de amigos con un niño en lima, era hermoso y se parecía a uno de mis hijos

    Mi esposo me había hecho jurar que no se vuelva a tocar el tema nunca más.

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  • Decisiones y acciones

    Decisiones y acciones

    Después de haber tenido encuentros sexuales con uno de los amigos que concurrían al restaurante donde trabajaba como mozo; el otro amigo quien me había dejado su número de celular me tenía con unas ganas de verlo pues me había enviado unos videos de su pinga super larga y eso me daba curiosidad.

    Un día que era mi descanso le llamé a su celular; pues en la obra donde trabajaba se había acabado; me contestó y le invité a mi cuarto; me dijo voy si me pagas el taxi; le dije que venga; llegó y le pagué el taxi y entramos; me pidió desnudarme y vio mi culo; wao que rico ano tienes mi amor, mientras veía el bulto de su calzoncillo enorme se bajó la trusa y era cierto era super largo la pinga que me asusté; la mamaba y era enorme estaba arrecha y se puso dura, me puso en cuatro y me metió con fuerza hasta el fondo que me hizo gritar del dolor desmedido que me tiré fuera de la cama llorando; mientras me pedía perdón por su ímpetu de cacharme así, ya no quería pues el dolor era insoportable que noté sangre en el culo que me asusté mucho.

    Tienes que sacarme la leche amor me dijo; no puedo venir así nomás en vano; me eché y con temor lo mamé la pinga mientras se masturbaba pues era larga y gruesa, entre sollozos lo mamaba mientras me acariciaba la cabeza; pies mi culo latía del dolor; hasta que se vino a chorros y me decía tómalo mi amor me jalo hacía el y me besó con mi boca de leche. Me trajo recuerdos al negro pingon; pero con una gran diferencia.

    Le dije eres bruto eso no se hace; mi amor perdoname; estuve celoso porque mi amigo te cachó primero, sé que hice mal; pero quería demostrarte que el pingon era yo.

    Me abrazó y dormimos hasta el mediodía; luego me pidió sexo, intentamos pero el dolor estaba fuerte; se echó sobre la cama mientras llenaba de crema de cuerpo mi culo y subía sobre él para introducir poco a poco su pinga que sentía que me abría todo aunque con dolor yo respiraba profundo aguantando la respiración y el dolor pero empezó a moverse una y otra vez que cuando me preguntaba si me dolía le decía que no, pero creo que el se daba cuenta, me cachaba tan fuerte que mi culo me dolía mucho; le decía que por favor eyaculé ya que me dolía mucho; hasta que al fin eyaculó dentro mío que lo sentí todo, sacó su pinga que sino fuerte mi culo adolorido y me puse a llorar boca abajo.

    Puta si que te abrí el culo como me gusta me dijo, me di la vuelta y le abracé fuerte.

    Me dijo que cuando quiera debo pagarle un dinero, le respondí que así sería; pero nunca más lo volví a llamar.

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  • Maestra en mini (5)

    Maestra en mini (5)

    Hoy es uno de esos días en lo que todo sale mal, se me hizo tarde para llegar a la escuela, el auto se me descompuso, al caminar me torcí el pie, ya no pude comer nada, para colmo se me olvidó que tenía que organizar la colecta para la conserje de la escuela ya que vamos a entrar en receso y no se les pagan las vacaciones, y como si faltara poco un torrencial aguacero se suelta a la hora de salir, a estas alturas me doy cuenta que a mi celular se le agotó la batería y para acabarla mi esposo tuvo una reunión con directivos y tuvo que salir antes.

    En fin, resignada a mi suerte y casi a punto de salir me viene a la mente que no he llevado la despensa a la conserje, espero a que se pase un poco la lluvia, le grito al ver las luces prendidas, pero al ver que no hay respuesta tomo las llaves de emergencia y como puedo trato de cargar todas las cosas después de cubrirme con algunas bolsas de plástico que encuentro.

    De mal humor me encamino a la conserjería, me dispongo a dejar las cosas sobre la pequeña mesa de la salita, estoy a punto de salir cuando de pronto escucho un susurro o más bien un quejido apasionado, quizá estoy importunando, me digo a mí misma, sin embargo, la curiosidad me hace acercarme poco a poco hacia lo que parece la recámara.

    Discretamente me voy acercando, tratando de no hacer ruido, recorro muy delicadamente la cortina que sirve como puerta, abro lo suficiente para lograr ver y el corazón casi me da un vuelco al ver a ¡mi marido! Con Ana su alumna y esposa de Lalo, el tipo con el que ya había tenido algunos roces incluso frente a mi marido.

    ¡Me bloqueo! ¡no sé qué hacer! Hasta ahora es mi esposo quien ha presenciado mis infidelidades, incluso ha sido cómplice en ellas, es difícil aceptar que ahora sea el quién disfrute estar con alguien que no sea yo.

    No se dan cuenta que los observo, de nuevo la lluvia torrencial se deja caer sobre las láminas de la consejería haciendo un ruido ensordecedor perfecto para los amantes, se besan tiernamente, luego de forma ansiosa, mi marido hábilmente quita la blusa de Ana, desabrocha el brasier y deja al descubierto los grandes senos de ella, más grandes que los míos, comienza a masajearlos mientras sus lenguas se enroscan con lujuria.

    El, desprendiéndose de la boca de ella lame su cuello, sus hombros, mientras ella con los ojos cerrados desliza su mano y agarra y acaricia con ternura y deseo su bulto por encima del pantalón, ambos se desnudan entre sí, sin prisas, mientras yo solo observo.

    ¿Por qué no hago nada? No lo sé, solo los contemplo.

    Viéndolo bien Ana no esta tan mal, tiene buen cuerpo, firme aún a pesar de sus casi cuarenta años, bien arreglada se ve diferente.

    Ella empieza a bajar lamiendo el cuerpo de mi marido, besando y lamiendo su pecho, su panza, su ombligo empieza a mamarle el pene, me levanto un poco para ver el miembro de mi marido perderse en su boca, le pasa la lengua con delicadeza, como rindiéndole pleitesía, mi marido se queja fugazmente, a pesar de la lluvia se escuchan los chasquidos de las chupadas que Ana le da a su miembro, lo traga con ansiedad y desesperación.

    Por unos instantes me acerco a la puerta para cerciorarme de que nadie estuviera cerca, de regreso ya están en un perfecto 69 el lamiendo y enterrando su cabeza con fuerza en su vagina y ella mamando desesperadamente su verga, después de un rato se incorporan, se besan sonrientes, Ana le da la espalda inclinándose un poco en el viejo tocador de su recámara, mi marido la penetra de un empujón mientras ella grita de placer, es como ver una película tres equis pero en vivo, donde el protagonista es mi marido y su alumna.

    Pasan unos cuantos minutos, los gritos de Ana indican que se está viniendo, mi esposo sin soltarla se la mete con más fuerza logrando que ella explote, sus gritos y gemidos la delatan.

    Él se desprende lentamente, se sienta en el borde de la cama, ella se monta en el metiéndose la erga de mi marido sin dejar de besarlo y alabarlo diciéndole que es su rey, su amor, su hombre.

    No pasan más de cinco o diez minutos, cuando es ahora mi marido que con sus gritos indica que está a punto de venirse, Ana se desprende y con mucha ternura y paciencia se lleva ese pedazo de carne a la boca, mientras mi esposo le toca las tetas, ella mama con cariño tragándose hasta la última gota de semen que sale de la verga de mí amado esposo.

    Ya no es necesario esconderse, me hago visible a los amantes que de repente se separan al verse sorprendidos.

    -Laura, yo… balbucea mi esposo

    No le digo nada, así como el reaccionó al verme con mis amantes, ahora yo me acerco a él dándole un beso y diciendo sus mismas palabras.

    -Feliz día mi amor.

    Ellos felices como un par de chiquillos traviesos vuelven a la cama mientras yo cubriéndome de nuevo con los plásticos mojados, salgo de la escuela tratando de evitar mojarme con la tenaz lluvia.

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  • Carmen

    Carmen

    Carmen en su edad madura, se vio sola, como suele ocurrir la abandonaron por otra más joven, pero he de decir, que, en vez de hundirse, se vio liberada, su vida se había vuelto monótona, aburrida, predecible y eso la abrumaba.

    Carmen aun gozaba de su sexo, aun se mojaba tanto su deliciosa gruta de todos los placeres, como ella llamaba a su goloso coño, como se humedecía su lasciva boca por no mencionar sus maduros pechos, cuyos pezones aún se endurecían altivos, aunque esto ocurría solo en su desbocada imaginación.

    Carmen un día paseando, se encontró con Néstor, conocido de su marido, pero este caballero nunca le había gustado mucho, ella sabía que era un pervertido que gozaba de placeres que no eran del agrado de todos, unos placeres solo para elegidos con una mente muy sucia, placeres no aptos para mentes biempensantes y sabía que frecuentaba locales donde el sexo era la esencia de la vida.

    Carmen como dama educada que era, le saludo cortésmente y él aún más cortés, le devolvió el saludo y se interesó por ella, como llevaba la separación, como le iba en la vida, ella empezó a contarle, pero él la corto y le dijo, porque no nos tomamos una copa y nos contamos nuestras vivencias, con un whisky en la mano todo parece mas llevadero.

    Carmen accedió, charlaron de lo divino y lo humano, de sus mas oscuros deseos, como suelen hablar dos personas adultas cuando van por el tercer whisky, ella empezó a mostrarse, receptiva pues le intrigaba y empezó a darle cierto morbo todo lo que había oído del caballero de tan mala reputación por no mencionar que su cueva de las delicias, últimamente no gozaba de muchas delicias y estaba necesitando una buena dosis de juegos perversos.

    En un momento dado, Néstor le propuso ir a otro local, ella accedió, “pero si me permites, déjame ponerte un antifaz, no quiero que veas donde te voy a llevar”, ella rio como niña inocente, “¿me vas a violar?” preguntó golosa, “solo si tú quieres” contestó él, “vamos”, dijo Carmen sin titubeos, que ya notaba ella como su coño estaba goloso y con ganas de que algún caballero lo usara a su placer.

    En 10 minutos llegaron, aparcaron, entraron y notó un olor como a canela en el ambiente, la música suave y un leve murmullo de la gente que había en el local.

    “Déjame guiarte, confía en mí no se hará nada que tu no permitas”, “en tus manos estoy, haz lo que debas” contestó Carmen que ya estaba especialmente morbosa y caliente como una perra en celo.

    Entraron en otra habitación, había menos ruido y menos gente, Néstor saludó a los habitantes de esa sala y la presentó a todos, no podía ver, pero su olfato le dijo que al menos había dos damas y dos caballeros más.

    De repente alguien le bajó la cremallera de la falda, y le desabrocharon los botones de la blusa, la falda cayó, mostrando su altiva y estupenda madurez en sus pechos y su culo, sintió como le amarraba las manos en una barra superior pues tuvo que alzar los brazos para ello, le separó las piernas, de pronto alguien empezó a lamerle los pezones, una dama, dedujo por el olor del perfume, jamás había intimado con ninguna mujer, pero la trataba con tanta delicadeza y le chupaba sus pezones con tanta maestría que pronto su coño empezó a mojarse, ella se retorcía de placer lo poco que podía, ya que estaba bien sujeta.

    Notó como alguien por detrás le apartaba su braguita y empezaba a juguetear con los dedos, sobándole su rajita sin entrar en ella, alguien dijo que el olor y el sabor de su coño era glorioso, ella se sentía muy puta y muy caliente.

    “Nunca he probado la esencia de mi tesorito” dijo, inmediatamente notó como alguien le metía dos dedos en su diabólica rajita, sucia como estaba ya de sus jugos, después de un rato jugueteando dentro de ella, los sacó y se los puso en la nariz y después en los labios, “huele y saborea la delicatessen que desprendes de tu maravillosos coño”.

    Ella olía y saboreaba su esencia, y eso más cerda la ponía, la dama que la sobaba sus tetas seguía jugando con sus pezones, ella se retorcía de placer, después de tanto tiempo necesitaba un orgasmo y este pronto le vino cuando sintió una polla gruesa y bastante dura que intentaba entrar en su cueva de las locuras, ella intentaba al estar de pie acomodar su coño para las embestidas que el caballero que estaba detrás pudiese perforar su ya salvaje coño, hambriento de polla como estaba, sintió como entraba rítmicamente la polla del caballero.

    La dama que tenía delante, empezó a besarla, le abrió la boca y sus lenguas se fundieron en una sinfonía de dulce saliva mezcladas con deseo, lujuria y pasión, notó como empezaba a dilatarse su coño y como manchaba sus blancos muslos con sus jugos, jadeante gritó que se corría que no aguantaba más, “goza perra” le dijeron dos voces una masculina y la otra femenina, mientras uno le perforaba el coño, la otra parecía que se quería comer su lengua.

    Se dejó ir y su orgasmo fue tremendo, no sabía si se había hecho pipí o solo eran los jugos de su coño goloso, notó como la desataban las manos y la sentaban en una especie sofá, le abrieron las piernas y alguien empezó a lamerle el coño de toda la suciedad que le había provocado el formidable orgasmo y de repente un tío una polla gorda y dura que se abría paso en su boca, “no hagas nada” oyó, “solo abre la boca, ya te han follado el coño, ahora te voy a follar la boca”.

    El caballero tenía una buena polla, ya que tenía toda la boca llena y el caballero la embestía con dureza, mientras su coño era limpiado con una voraz lengua que no dejaba pliegue sin lamer, notaba como sus fluidos empezaban otra vez a salir a borbotones de su coño hambriento, de su boca salía su saliva cuando la polla salía y volvía a entrar de nuevo, le venían las contracciones en su coño, el caballero que le follaba la boca, empezó a gritar y notó en su garganta algo viscoso y muy caliente, ella guarra y muy puta como se sentía, tragaba toda la leche que el caballero le regalaba con sus espasmos.

    Cuando terminó el caballero aun la dama seguía lamiéndole el coño y en un momento no podía más, “me meo” gritó ella, “méate putita, dámelo todo, de tu goloso coño no se desperdicia nada”, ella en los espasmos de su poderoso orgasmo creyó que se meaba, pero en realidad tenía un maravilloso squirt que lo manchó todo, sus blancos muslos el suelo y la cara de la dama que con tanto placer la lamía toda su sucia cueva.

    Un rato después aun sentía contracciones en su coño, alguien le dio un vaso de agua, la vistieron, la cogieron de la mano y salieron, cuando llego a su casa, Néstor le quitó la venda, “¿cómo lo has pasado?”, preguntó él, ella aun sentía su coño sucio y caliente, “sube y te lo digo”.

    Pero si Néstor subió o no, eso lo veremos en otra historia.

    Fdo. Malvado diplomático

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  • Mi segundo encuentro de intercambio de parejas

    Mi segundo encuentro de intercambio de parejas

    Resulta que mi esposo conoció a Juan de Santa Anita quien tenía su esposa y deseaban tener su primer intercambio de parejas para ellos en su casa, habían quedado para un día sábado por la noche y mi esposo me había comentado sobre el cual acepté gustosa a ir.

    Llegamos como a las 8 de la noche y había una caja de cervezas y música y empezamos a tomar tanto ello como nosotros, la esposa era baja y blanca y su esposo del porte de mi esposo, empezamos a besarnos la parejas y pasamos a su cuarto que tenía una cama grande y espaciosa, hasta que cambiamos de lugar y nos desnudaron ambos, mamando nuestros senos como locos, la excitación era enorme hasta que se desnudaron ambos, las vergas de ambos eran parecidas por lo cual no importaba, mamamos sus vergas de ambos que estaba super rico para luego ellos mamar nuestras conchas, como si se hubieran puesto de acuerdo hacer lo mismo.

    Eran momentos de emociones excitantes y muy apasionantes, nos besábamos como si fuéramos parejas, la verdad que no me daban celos en ese momento pues yo también disfrutaba la pasión del sexo, también me encanó la pasión y el fuego del amigo que me decía palabras excitantes de amor y sexo que cuando me decía te amo yo también le decía lo mismo, me hacía delirar me empezó a cachar concha y culo que estaba excitante, por lo cual vi que mi esposo hacía lo mismo con la chica, lo llamé a mi esposo porque deseaba una doble penetración y me hizo delirar el cuerpo que me excite.

    Y al final me vine como dos veces que ya no aguante pues con las penetradas y los besos ardientes de Juan era una excitación apasionada que sentía explotar y les dije que quería descansar, me eché a un costado exhausta, mientras mi esposo y el amigo fueron ante la amiga quien había estado viendo la escena y la hicieron una doble penetración que gemía como loba, dándole duro mientras gritaba diciendo que le dolía todo, mi esposo estaba arrecho que no le importaba, les miraba y del culo y la concha de la amiga caía leche a borbotones, era una sin fin de pasiones que me gustó lo que vi.

    Decidimos dormir en esa cama enorme pues estábamos ebrios y mi esposo no quiso maneja por temor a algún accidente y a la media noche me levanté y le mamé la verga a Juan que se excita y empezó a cacharme mientras mi esposo estaba detrás de la amiga sentí que se movió y me asusté y corrí al baño, me siguió para cacharme de nuevo en el baño concha y culo hasta eyacular en mi boca.

    Después pidió mi número de celular, el cual lo di a pesar que tenía prohibido hacerlo, me había enamorado de él era fuerte en el sexo, entramos y encontramos a mi esposo cachando a su esposa puro culo que se veía todo, creo que al esposo le incomodó, pero como su conciencia estaba sucia se mordió la lengua ante tal escena.

    Al final mi esposo me dijo que nos íbamos a casa pues ya se sentía mejor, despidiéndonos de ellos, en la ruta a casa me dijo que nos sintió cachar en la cama y luego ir a cachar al baño quise negarlo, pero me abstuve porque era verdad y no quería pelear con mi esposo, dos días después me llamó el amigo para a decirme que estaba cerca a mi casa, pues le había comentado eso, salí a su encuentro y nos vimos en megaplaza, me invitó un helado para luego ir al hotel y dar riendas a nuestros bajos instintos, cachamos super rico, que la verdad me pasaron muchas ideas locas, pues me había dicho que dejemos todo y vayamos lejos donde no sepan de nosotros.

    Le dije que lo pensaría, pero cuando llegué en casa decidí que no, pues jamás dejaría a mis hijos por una verga, es así que tuvimos otro encuentro sexual a espaldas de mi esposo, el cual me preguntó de nuevo si podíamos huir lejos al cual le respondí que no, le dije que lo amaba, pero que no podía dejar a mis hijos en la vida, me dijo que era mejor alejarnos por un tiempo, que me partió el corazón y empecé a llorar porque me sentía una niña enamorada, al final me tomó del brazo y me besó diciendo que me llamaría más adelante y que no podíamos vernos seguido porque su esposa sospechaba.

    Nos despedimos y fuimos cada uno a su casa, esa noche en casa mi esposo me llamó molestó y me dijo que una mujer lo había llamado diciendo que yo estaba con su marido, en verdad me quedé helada del susto, le respondí que estaba en el mercado y me encontré con el amigo de tahuantinsuyo me invitó un jugo y vino su esposa molesta a hacerme escándalo, me pregunto si era verdad que estaba embarazada como dijo el amigo, le dije que si, haciéndome la víctima, embarazada de tu hijo y muchas palabras más.

    Al final me dijo que dejemos eso pero que nunca aceptará un encuentro a sus espaldas, se calmó lo llevé al baño, le mamé la verga y me tomé su leche diciendo soy tuya mi amor, se calmó y decidí cortar todo eso con el amigo pues me llamó una semana después y le dije que no más, la verdad que tenía miedo que mi esposo me quite a mis hijos.

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  • El club gay que conocí

    El club gay que conocí

    Después de un tiempo decidí averiguar en internet sobre algún club gay el cual ubique cerca al centro de la ciudad, fui como a las 11 de la noche, pagué mi entrada, pero la condición era que teníamos un locker donde teníamos que guardar nuestra ropa y salir desnudos con nuestro brazalete donde estaba muestra llave, es así que entre al ambiente desnudo viendo muchos activos y pasivos, era un sin fin de emociones ver todo eso, noté de todo, pero lo que más me impresionó ver a un pingon que le colgaba la pinga enorme que me dio ganas de acercarme, pero el había visto a un trans culo, pero que lo observaba con ganas.

    Me acerqué y le pedí mamar su pinga, aceptó y luego me dijo que me retire lo hice y vi que se acercó al trans y al final lo convenció y lo metió a un cuarto donde le hacía gritar cachando le, me hizo recordar mis pasados con el negro y con el amigo de construcción que me desanimé, hasta que al fin, compré un vaso de vino y subí a una hamaca y al final llegó Mauricio un hombre de unos 40 años que me tocaba el culo diciendo que le encantaba mi culo, me empezó a chupar el culo en ese momento, que me excitaba, luego me cachaba hasta que apareció otro e hizo lo mismo, me tomo de la mano y me dijo vamos al cuarto, entramos y salía el trans con los ojos llorosos.

    Le abracé y le dije que pase por una experiencia igual, diciéndole después del gusto viene el disgusto, tranquila amor le dije: se cambió y se alejo mientras me cachaban Mauricio y el otro amigo, me quedé admirado cuando el amigo me cachaba Mauricio le cachó al amigo que le hacía gemir del dolor, era un trencito, que sentía los golpes de los dos, hasta que eyacularon los dos. Y se acercaron con sus pingas para mamarlo, fue un sin fin de emociones.

    Mauricio se acercó mientras el amigo se retiraba adolorido me dijo: vamos a mi casa amor, te deseo mucho, tienes un culo rico, está bien le dije.

    Tomamos un taxi y llegamos a su casa, entramos por un callejón al fondo que entramos en un cuarto con espejos, fue una súper cachada que me dio, sintiendo la gozada enorme que se daba, hasta perdí la cuenta del tiempo que pasamos cachando que mi culo estaba super lleno de leche, no sé si tomo Viagra o no pero duro tanto que mi culo estaba super adolorido, mientras se gozaban como un loco. Me besaba tanto que mis labios me ardían de tanta pasión.

    Nos echamos a dormir desnudos creo que eran las 3 am que dormimos hasta las 11 am del día domingo se levantó y me cachó de nuevo con esas ansias locas que al final me tomé su leche diciendo que quería ser mi marido, el cual acepté.

    Estuve con él por un lapso de 1 año hasta que me pidió alejarnos pues había decidido regresar con la madre de su hija, acepté pues nunca me ocultó esa verdad.

    Mauricio fue el amor más bonito que tuve en esa época, pues nunca me trató mal, siempre pensó en mi bien y todo, no tuve ganas de estar con otro porque era muy viril, al final tuve que alquilar mi cuarto, para volver a vivir mi vida sólo.

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  • La que vivía entre la ropa sucia

    La que vivía entre la ropa sucia

    Iba manejando por una zona que apenas conocía. La calle estaba casi vacía, salvo por una figura sentada en la banqueta, rodeada de montones de ropa vieja y maloliente. Una mujer. Me llamó la atención de inmediato. No porque fuera bella en el sentido típico, sino por algo más… visceral.

    Estatura media, delgada pero con buenas curvas. Ropa sucia, un pantalón manchado, una camiseta sin forma que se le pegaba al pecho sin esconder nada. Sin brasier. Y debajo, dos pezones marcados como si el frío o el descaro fueran sus únicos compañeros.

    Me detuve. Bajé la ventana.

    —Oye, ¿la calle Cerezo está cerca?

    Ella levantó la cabeza, despeinada, con la cara manchada de mugre. Su gorra rota apenas le cubría el desorden del cabello. Me miró con sorpresa, pero respondió con una voz suave:

    —No… vas al revés. Es para allá —dijo, alzando el brazo para señalar.

    Y entonces lo vi.

    Su axila. Una mata de vello negro, tupido, brillante de sudor seco. La piel manchada por días sin jabón. Me quedé en silencio unos segundos, paralizado. Una corriente me recorrió el cuerpo. Esa axila… sucia, tan natural, tan brutalmente excitante. Y encima, los pezones. Marcados, puntiagudos, como llamándome.

    La miré, sin poder evitarlo, con una mezcla de deseo y perversión. Ella se dio cuenta.

    —¿Te pasa algo? —preguntó, con media sonrisa. Sabía lo que había visto. Sabía el efecto.

    —Sube.

    —¿Qué?

    —Sube al coche. Quiero hablar contigo. Te puedo dar algo… si aceptas.

    Me miró, evaluándome.

    —¿Hablas de dinero? ¿Y a cambio de qué?

    Sonreí. Apagué el motor.

    —Lo sabrás cuando cierres esa puerta.

    Ella dudó un momento. Se puso de pie, sacudiéndose el pantalón. Caminó lento, sin miedo. Subió al asiento del copiloto y cerró.

    —¿Y bien? ¿Qué te traes entre manos, extraño?

    —No soy un hombre bueno. Pero sé que tú tampoco eres una niña buena.

    —Entonces… dime qué quieres.

    Le señalé su axila.

    —Déjame olerla. Tócate mientras lo hago. Si me vuelvo loco, te llevo a mi casa. Ahí te pago lo que quieras. Pero yo mando.

    Ella se echó a reír, una risa ronca, rota, como si hacía años que nadie la ponía en juego.

    —Eres un enfermo… —dijo bajito, con burla—. Pero me gustas.

    Se levantó la manga y me la acercó, lenta. Cerré los ojos. Me incliné.

    El olor era fuerte. Real. Excitante como una droga. Me sentí atrapado.

    —Quiero más —le dije con la voz ronca.

    Ella se mordió el labio, y con voz baja me dijo:

    —Entonces pon en marcha el auto… y hazme tuya como un maldito enfermo.

    Ella me miraba con esos ojos que lo decían todo. Había algo salvaje en su forma de estar sentada, sin miedo, como si el mundo le hubiera arrancado todo menos su orgullo.

    —¿Entonces te gustan las axilas sucias? —me dijo en tono provocador, levantando un poco más el brazo, dejándola expuesta como un trofeo sucio y natural.

    Asentí con la mirada clavada en ese rincón de su cuerpo. El vello estaba espeso, enredado, con gotas secas de sudor viejo. El olor se sentía aún sin acercarme del todo. No era suave. Era fuerte, directo, brutal. Y me hacía latir por dentro.

    Me acerqué. Lentamente. Saqué la lengua, primero rozándola. Ella jadeó leve, como si le sorprendiera que realmente lo hiciera. Después, la lamí con más fuerza, profundo, sintiendo el sabor amargo, la textura de los pelitos mojados, el calor.

    Ella soltó un suspiro entre mezcla de risa y lujuria.

    —Estás más loco de lo que pensé…

    —Y tú más rica de lo que imaginé.

    Me pasé al asiento del copiloto, subiéndome encima de ella, sin quitarle los ojos de encima. Le sujeté la muñeca y la dejé con el brazo levantado, expuesta, vulnerable. Volví a chuparla, más fuerte, ahora metiendo la nariz, embriagándome con ese olor que me volvía salvaje. Me frotaba por encima del pantalón, sintiendo que estaba a punto de estallar.

    —Hueles a puro pecado, —le susurré en el oído.

    Ella rio, entre perversa y sorprendida.

    —Nunca pensé que a alguien le calentara esto…

    —No soy alguien. Yo soy el que te va a tratar como la perra que eres, si tú lo quieres.

    Ella se quedó seria un segundo. Luego asintió.

    —Quiero.

    La tomé del cuello con suavidad, firme. Le pasé la lengua por el cuello, bajé hacia su pecho, ahí donde los pezones marcaban la camiseta sucia como dos armas cargadas.

    —¿Y si te pido que me la chupes aquí mismo…? —le dije en voz baja, casi como una orden.

    Ella se relamió los labios.

    —¿Y qué gano?

    —Lo que tú quieras. Dinero, comida, un baño, una cama… o más de mí.

    Ella se agachó, despacio. Me bajó el cierre con la lengua afuera.

    —Entonces quédate quieto… y déjame ganármelo.

    Y ahí, dentro del coche, en medio de la calle silenciosa, el interior se llenó de sus movimientos, su boca húmeda, sus sonidos prohibidos.

    No era amor. Era necesidad. Lujuria. Un encuentro sucio entre dos almas rotas, donde por unos minutos, el asco se volvió deseo… y la calle fue un altar de pecado.

    Ella seguía entre mis piernas, como si chuparme fuera su forma de sobrevivir. Me miraba desde abajo con los ojos encendidos de deseo y malicia, su boca dejándome empapado, babeando sin pudor, como si cada lamida fuera un desafío.

    —¿Así te gusta, degenerado? —me dijo, con la voz ronca, escupiéndome despacio mientras su mano se deslizaba con fuerza. Su saliva chorreaba, caliente, sucia, perfecta.

    —Más. Dámelo todo, perra —le respondí, sujetándole el cabello con una mano y presionando su cabeza contra mí con la otra.

    Y ella lo hizo. Se lo tragó sin miedo, sin piedad. Me estaba drenando, deshaciendo, volviéndome nada con la boca.

    Cuando por fin paró, jadeando, con el rostro lleno de lo que quedaba de mí, la miré con una sonrisa torcida.

    —Quítate los pantalones —le ordené.

    Ella lo hizo, sin una sola palabra. Obediente. Entregada. Una puta sin reglas, hecha para mí.

    Me recosté hacia atrás, abriendo más las piernas, dejándome al descubierto, sin vergüenza.

    —Ahora ven… termina el trabajo. Baja la cabeza. No pares hasta que te diga.

    Ella dudó un segundo. Me olió.

    —Estás sucio.

    —Por eso lo quiero. Porque tú también lo estás. Y esto no es ternura. Esto es puro pecado.

    Ella bajó lentamente. Su lengua, temblorosa al principio, pronto se volvió atrevida. Se entregó con esa mezcla de obediencia y deseo animal. Cada lamida era un golpe eléctrico. El calor, la humedad, el atrevimiento… Todo era tan real que apenas podía controlarme.

    Cerré los ojos. Me dejé llevar.

    Ella gemía bajito, como si le gustara tanto como a mí. Como si en ese momento, en ese rincón de suciedad y placer, fuera libre.

    —Dame más, maldita sea —le dije entre dientes, con los dedos hundidos en su cabello.

    Y ella lo hizo.

    Porque a veces el infierno huele a sudor, saliva y pecado… y aún así, uno se mete hasta el fondo.

    La llevé a casa. No dijo ni una palabra en el camino. Sólo iba con la mirada perdida, el cuerpo flojo, la piel brillando por el calor acumulado, por la suciedad, por todo lo que le colgaba entre la ropa. Me excitaba verla así: auténtica, cruda, ajena a lo que el mundo llama limpieza o pudor.

    Al cerrar la puerta, le ordené:

    —Desnúdate. Quiero verte como eres.

    Ella se quedó inmóvil un segundo. Luego se quitó la camiseta, sin apuro. Sus senos cayeron pesados, libres, firmes, con los pezones endurecidos como si nunca hubieran conocido el frío de una ducha. Me relamí.

    Después bajó el pantalón. El aroma se expandió en el aire, denso, fuerte, salvaje. Su ropa interior era una tela vieja, húmeda, marcada. Y debajo de ella, lo que vi me dejó sin aire.

    Una selva espesa, negra, indomable. Vello que subía por su vientre hasta tocarle el ombligo. Pelos gruesos, largos, sin recorte, sin cuidado. Una mata que cubría todo como un símbolo de abandono… y de poder.

    Me arrodillé frente a ella. No la toqué aún.

    —No te has bañado en días, ¿verdad?

    Ella sonrió, desafiante.

    —No.

    —No te limpiaste nada. No te cambiaste. Y hueles… a ti. A calle, a deseo, a bestia.

    —¿Y eso te prende?

    Me acerqué más, la nariz contra su vello. Inhalé hondo. El olor era agrio, puro, intoxicante. Me temblaron las piernas.

    —Mucho más de lo que debería.

    Le bajé lentamente la tela, y la lancé lejos. Ella abrió un poco las piernas, ofreciéndose como una diosa sucia y salvaje. Su piel tenía rastros de todo: sudor, polvo, y algo más. Entre sus piernas no había nada suave, sólo humedad y pelo enredado.

    —Quiero perderme ahí —le dije—. Quiero embarrarme con tu olor. Quiero que me ensucies todo.

    Ella soltó una carcajada rota, obscena.

    —Entonces hazlo, enfermo. Métete en mí como si no existiera el agua.

    Y lo hice.

    Me perdí en esa selva oscura, entre olores fuertes y texturas reales, con mi lengua, mis manos, mi cara. Ella gemía como si la suciedad fuera parte del orgasmo. Como si mi obsesión la hiciera sentir más viva que nunca.

    Era salvaje. Era prohibido. Era perfecto.

    Ella me empujó hacia la cama como si ya no necesitara permiso. Su cuerpo sucio, sudado, cubierto de vello, se movía con una seguridad que me rompía por dentro. Estaba desnuda, desvergonzada, con los senos rebotando, su entrepierna empapada y peluda, húmeda por sí misma, sin necesidad de juegos previos. Era puro instinto.

    Se montó sobre mí. No me dejó mover ni hablar. Me clavó las rodillas a los costados, y me miró desde arriba con esa mezcla de burla y lujuria.

    —¿Te gusta así, pervertido? —me escupió en el pecho—. Toda sudada, sin lavarme ni un centímetro… y tú rogando por olerme.

    Me reí entre dientes, jadeando.

    —Tú me enfermas.

    —¿Sí? Pues prepárate para que te enferme más.

    Se frotó lentamente contra mí, dejando todo su calor, su humedad, su aroma pegado a mi piel. Cada movimiento era una declaración de guerra. Me restregaba su monte cubierto, sus pelos gruesos raspándome el abdomen, su olor invadiéndome por completo. Sudor viejo, jugo fresco, piel sucia. Una tormenta de placer visceral.

    —Eres mío ahora. Mi juguete. Mi perro.

    Me sujetó del cuello, se inclinó, y me obligó a olerla de nuevo, apretando su vientre peludo contra mi cara.

    —Huele bien, ¿verdad? Tan podrida, tan mía… y tú queriendo lamerme como si fuera un postre.

    Me dejé hacer. No tenía opción. Estaba duro, perdido, rendido.

    Ella se tocaba encima de mí, los dedos hundidos entre su vello húmedo, sus gemidos roncos como gruñidos. Bajó su torso, con el cabello pegado a la frente, el sudor cayéndole de los senos.

    —Dime que me quieres así. Que me quieres cochina. Sin bañar, sin limpiar, sin perdón.

    —Te quiero así. Sucia. Asquerosa. Irresistible.

    Ella gritó de placer como un animal herido. Y en ese instante entendí que ya no había vuelta atrás.

    No era sexo.

    Era suciedad sagrada.

    Cuando me harté de verla moverse a su antojo, la tomé de los brazos y la empujé contra el piso, como se hace con las bestias salvajes. Cayó de rodillas, con el pelo sucio enredado, el sudor pegándole al cuello, y los pezones duros colgando bajo la presión de su pecho. Gateó, obediente, pero con una sonrisa torcida, como si hubiera estado esperando que la domara.

    —Eres una perra —le escupí en la nuca, jalándola del cabello hacia atrás.

    Ella se relamió los labios.

    —Entonces trátame como una.

    Le até las muñecas con mi cinturón, firme, sin cuidado, y la jalé por el pasillo como si fuera un animal en celo. Se arrastraba, gruñía, gemía bajo, con la espalda arqueada y las piernas abiertas como una ofrenda sucia. No le di descanso.

    —A tu lugar —le ordené, señalando el rincón junto a la cama, como si fuera su guarida.

    Ella obedeció.

    Me senté en la orilla. Ella gateó hasta mí, desnuda, amarrada, chorreando deseo. Me miró desde abajo, tragándose la humillación como si fuera ambrosía.

    —Hazlo bien —le dije—. Como si fueras mi propiedad.

    Y lo hizo. Con fuerza. Con hambre. Con una entrega que no necesitaba palabras.

    La sujeté de la cabeza. Le marqué el ritmo. La usé.

    —Traga —le ordené, jadeando con los dientes apretados.

    Y ella tragó. Como si fuera un premio. Como si fuera adicta a todo lo que yo era, incluso a lo que otros considerarían despreciable. A mí eso me volvía más bestia.

    Cuando terminó, con la cara llena de saliva y ojos llorosos, la dejé ahí, jadeando en el piso.

    —¿Qué eres tú? —le pregunté, caminando en círculos.

    —Tuya. Tu perra. Tu maldita adicción sucia —me respondió, sin dudar.

    La levanté de los cabellos y la empujé sobre la cama.

    —Y ahora… te voy a marcar como tal.

    La arrojé sobre la cama como si no valiera nada… pero sabiendo que para mí, valía justo por eso: por dejarse tratar así, por ofrecerme su cuerpo sucio, su olor fuerte, su lengua hambrienta, su alma rota.

    Ella jadeaba como una presa dominada, pero en sus ojos brillaba el placer más oscuro.

    —¿Sabes lo que mereces? —le dije mientras me quitaba el cinturón.

    —Dímelo, amo. Dímelo con esa boca sucia que me hace temblar —susurró, retorciéndose con los brazos aún atados.

    —Mereces llevar mi marca. Para que hasta el último rincón de tu cuerpo diga que eres mía.

    Ella sonrió. Esa sonrisa salvaje, demente.

    —Hazlo. Marca esta perra. Déjame oliendo a ti. A tu sudor. A tu piel. A tu maldita locura.

    Me acerqué. La tomé del cuello y la obligué a quedarse boca abajo. Le abrí las piernas. Olía a pecado, a calle, a fluidos viejos, a deseo fermentado. Esa mezcla me enloquecía.

    Saqué el cinturón. No para golpearla. Para pasarle el cuero por la espalda, lento. Para que sintiera cada línea, cada fibra del material.

    —Este olor… —le dije acercándome a su oído— es el mío. Y lo vas a llevar encima hasta que lo ruegues.

    Ella se arqueó como si mis palabras fueran fuego.

    Me escupió con rabia:

    —No voy a rogar. Lo quiero. Quiero que me uses, que me embadurnes, que me dejes con el cuerpo lleno de ti. De lo que otros no soportarían… pero yo sí.

    La marqué con mi olor. La froté. La presioné. Dejé mi sudor, mi esencia, mi aliento caliente en cada parte de su piel.

    Luego la volví a hacer gatear. Le metí el rostro entre mis piernas. No tenía que hablar. Ya sabía lo que hacer.

    Lo hizo.

    Con desesperación.

    Con esa hambre que sólo tienen las mujeres que disfrutan ser propiedad.

    Al terminar, cayó rendida. Y antes de dormirse, me miró con los ojos nublados, susurrando:

    —Ahora sí… soy tuya. Hasta que se me borre el alma con tu olor.

    Desperté y ella ya no estaba.

    La cama seguía caliente. El cinturón tirado en el suelo. El aire aún olía a ella… a esa mezcla brutal de sudor, feromonas, calle y sexo sin control. Pero su cuerpo, su mirada salvaje, su lengua enferma de deseo… se habían esfumado.

    No dejó nota. No pidió nada. Se fue como llegó: descalza, sucia, libre.

    Los días siguientes fueron un infierno.

    Revisé esa esquina cada noche, buscando entre la ropa tirada. Bajé los vidrios del coche esperando ver su silueta. Olí camisetas viejas con la esperanza de encontrar rastros de ella. Caminé por barrios olvidados, siguiendo olores, voces, pasos. Como un perro en celo buscando a su perra sagrada.

    Pero nunca volvió.

    Y sin embargo, la tengo aquí, clavada en la mente. En cada prenda que no huele a perfume, en cada mujer que se muestra sin pudor, en cada vello que asoma donde no “debería”.

    Y aquí estaré. Esperando a otra como ella.

    O tal vez… a ti.

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